miércoles, diciembre 10, 2008

Acabó la FIL


Pedro Meyer tuvo que hacer a un lado a las multitudes que se agolpaban frente al stand de Replicante para poder hacerme esta foto.

La FIL fue agotadora. Entre el acarreo de las cajas de revistas y el montaje, además de atender a la gente y otros tantos compromisos, acabamos molidos. El resultado fue bueno: vendimos unas 350 revistas y logramos nuevos amigos, lectores y suscriptores. Fue también muy satisfactoria en muchos sentidos. Con José Hernández Claire y Fernando Ordanza presentamos el magnífico libro de Pedro Meyer, Herejías, en el Museo de Arte de Zapopan. Participé con Heriberto Yépez en los Diálogos Interculturales entre México e Italia, y finalmente fui jurado, con Goyo Rodríguez, subdirector de El País, y Alejandra Xanic, editora de Expansión, del Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez, que en esta ocasión fue para los hermanos Carlos Ernesto y Óscar Enrique Martínez D’Aubuisson por su reportaje "El infierno no acaba en Ixtepec", publicado en la revista Gatopardo, y que cuenta la vida de los inmigrantes centroamericanos que intentan cruzar México y el infierno que descubren a su llegada al país.
Me dio gusto ver a tantos amigos, y palpar en persona a aquellos que solamente conocía por medio del correo electrónico o por el Facebook y el MySpace. Hubo algunos personajes que pasaron de largo al verme, lo cual me hizo pensar en lo adolescentes que, en el fondo, siguen siendo. Ya les contaré más. Mientras tanto, va una versión del artículo que se publicará el siguiente domingo en mi columna Otra parte, del Milenio Semanal.


Foto de Omar Magaña que demuestra el espíritu de libertad y tolerancia que primaba en el stand de Replicante.



Pedro Meyer y un serviweb en la cabina de Radio UdeG en la FIL. Foto de Lilián Solórzano


Entre libros, nazis y escritores
La crónica de las peripecias de la inabarcable Feria Internacional del Libro de Guadalajara sería la obra monumental de un ejército de reporteros con el don de la ubicuidad, pues muchas de las discusiones más acaloradas se dieron no solamente en presentaciones y foros, sino también en pasillos, hoteles y fiestas. Una vez al año en el enjambre del gigantesco recinto se entrecruzan celebridades y personajes de los mundos de la literatura, el periodismo y la farándula, gurús de la nueva era, seguidores del Che Guevara, dianéticos parlanchines y contraculturales enmohecidos que darían pena ajena a springbreakers y demás fauna que suele aparecer en Naked Wild On. Hubo incluso un puñado de neonazis consternados por la cancelación de la conferencia que daría el nonagenario Salvador Borrego, autor de Derrota mundial, un best-seller que sostiene la tesis de la conspiración del judeomarxismo para apoderarse del mundo y que ya va en su edición no. 43 (la segunda edición, de 1955, fue prologada por José Vasconcelos).
Uno de los jóvenes que atendían el stand neonazi —donde también se vendían panfletos como Mi lucha y Los protocolos de los sabios de Sión— vestía de negro y calzaba vistosas botas militares. La camiseta lucía la insignia de las SS, pero su apariencia lo delataba como un no ario. Otro, de civil, ignoraba el verdadero origen de Los protocolos —una burda adaptación del Dialogue aux Enfers entre Montesquieu et Machiavel— y titubeaba ante mis preguntas. Entre las obras de rabiosos temas antisemitas que exhibían ahí había otras de ovnis y tradiciones esotéricas.
Podría pensarse que esos neonazis de pacotilla habrían ofrecido muestras de intolerancia y cerrazón, pero no fue así. Fue un puñado de tozudos seguidores de López Obrador los que se dieron gusto insultando a Luis Carlos Ugalde al final de la presentación de Así lo viví. No importaron los llamados al diálogo respetuoso ni el tono autocrítico del libro ni su irrebatible documentación: para ellos Ugalde seguirá siendo el artífice del fraude que “le robó” la presidencia al ex candidato populista y así lo gritaron, sin atender razones.
Otra expresión de intransigencia vino de un joven escritor francés que llegó con los ojos desorbitados al stand de Replicante. En sus manos agitaba la hoja arrancada del último número, en la que había una crítica a su libro Punks de boutique. Camille de Toledo inquirió sobre el autor de la reseña. Rubén Bonet es un escritor, como tú, le respondí, y si no estás de acuerdo con él escríbenos una carta. El también cineasta y colérico historiador zarandeaba la hoja y decía que eso era un insulto, pues el reseñista no había entendido nada. Escribe esa carta, insistí, pero no escuchaba. El diálogo era imposible, aun cuando esto no significara acuerdo o armonía. Me volví y lo dejé hablando solo. Vi de reojo cómo su pequeña figura furiosa se perdía entre la muchedumbre.
Otra escritora a quien la fama le ha sentado mal es Lydia Cacho, quien en su desnorteada cruzada contra el abuso de menores condenó de nueva cuenta a García Márquez —en una insufrible mesa sobre “El amor y el erotismo: entre la luz y la sombra”— porque su última novela “incita a la pederastia”. A la periodista más le valdría concentrarse en denunciar los crímenes del mundo real y no los de las ficciones literarias, pues a ese paso acabará por exigir la prohibición de la Biblia, de Las mil y una noches y de las obras completas del divino marqués, mucho más explícitas y alusivas al asunto. Es un mundo raro.